Publicado el
Archivado en Concurso de literatura, notícies FGV - butlletí.

Aunque no parecía el idóneo, Roberto pensó que era un buen momento para intentar cumplir uno de los sueños de su vida. Seguramente en ese instante había cosas mucho más importantes a las que dedicar el esfuerzo neuronal. Pero a Roberto le pareció mucho más útil centrarse en una pequeña ilusión que siempre le había rondado por la cabeza: escribir el relato breve más corto y significativo de la historia.

Roberto se declaraba amante de la escritura, aunque nunca encontraba tiempo para centrarse en esa tarea. Por su vida siempre pasaban multitud de intereses y ocupaciones que se apelotonaban en su ajetreada cabeza. Por esta razón, para él siempre había sido importante reducir todo a lo esencial (o por lo menos a lo que él creía que lo era) evitando así lo innecesario para poder dedicar más tiempo al siguiente interés. Quizá esa necesidad por recortar comenzó de niño. Odiaba que le llamasen Robertito. Le parecía insultantemente largo. Era inútil dedicar tantas letras a un nombre que ya de por sí era extenso. Así que comenzó a hacerse llamar Berto hasta que cayó en la cuenta de que Robe era más corto. Además, la similitud con el famoso cantante le agradaba ya que coincidían en lo reivindicativo y contestatario. Pero cuando el líder de Extremoduro también recortó lo accesorio y disolvió el grupo para lanzarse en solitario, Roberto decidió que Bob sin duda era la forma más corta de ser conocido sin perder su esencia. Y así le llamaremos a partir de ahora.

Bob conocía perfectamente que, en lengua castellana, la fama del micro relato más corto la ostentaba el guatemalteco Monterroso con el conocido “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Realmente a Bob no le acababa de convencer esa obra y estaba convencido de que habría algún escrito latino inferior a esas 7 palabras que transmita una historia más redonda. Para él, el cuento brevísimo de referencia y al que su pluma debía aspirar siempre había sido “For sale: baby shoes, never worn”. Las 6 palabras de ese “vendo zapatos de bebé sin usar” encerraban tanto una tragedia lacrimógena como una posible comedia de enredo. Poseían una potente capacidad de generar imágenes en el lector de las que brotaban incluso diálogos y subtramas. Bob quería lograr justo eso, así que se le pareció adecuado el siguiente punto de partida:

“Y, por fin, salió del maletero.”

            Ya había igualado el número de palabras de Hemingway, el autor de aquel drama “nonato”. Bob consideraba que había logrado abrír un interesante abanico de posibilidades dibujando vívidas historias en nuestra imaginación. Tanto o más que las conseguidas por el autor estadounidense. De Ernest no sólo admiraba esa pequeñísima obra de arte, sino que también le embelesaba su enorme trayectoria vital. Primera Guerra Mundial, accidentes aéreos en África, Guerra Civil Española, desembarco de Normandía, liberación de París, tres divorcios… demasiadas experiencias traumáticas. A Bob, que ya sabía algo de experiencias traumáticas, le parecía que la vida del escritor era excesivamente intensa. Se preguntaba si quizá Hemingway también era tan maniático eliminando lo anodino y por eso decidió recortar su vida con una escopeta cuando la senectud y la enfermedad asomaban por la puerta. “Ojalá hubiese sido con una escopeta… recortada” especulaba irónico. Pero quizá no era el mejor momento para ese tipo de pensamientos. Así que volvió a centrarse en su minihistoria.

“Por fin, salió del maletero.”

El primer candidato a desaparecer era evidente. Cinco palabras. Ya había superado al maestro. ¿Superar? ¿Sería ese el término adecuado? ¿O se trataba de retroceder en número? Hemingway no era de los que retrocedía. Siempre valiente, siempre voluntario, siempre activista. Como Bob, que siempre estaba implicado en reivindicaciones, luchas sociales y batallas para no perder derechos en los malditos recortes de los distintos gobiernos. Incluso algunos de los que hasta hace no mucho creía amigos le llamaban por el apodo de “Bobkunin”. Si había una manifestación en la ciudad lo más normal era encontrar allí su llamativa barba.

También en la barba se parecía al premio Nobel. Resulta llamativo que no se recortasen esos incomodos e inútiles pelos faciales. Realmente sí que era lógico que luciesen barba, porque así se ahorraban la artificiosa y tediosa tarea de afeitarse para dedicar ese tiempo a otros menesteres más placenteros o sociales. Ahora Bob se preguntaba si realmente fueron rentables todos esos esfuerzos. ¿Se arrepentía de corear furioso esas consignas o de haber luchado contra lo que le parecía injusto? Bob prefería no pensarlo ahora. Seguro que Hemingway nunca dudó en las múltiples ocasiones en las que su vida estuvo en peligro. Y eso que se alistó voluntario a las guerras en las que participó. Incluso en la Guerra Civil Española, que ni siquiera era importante para Estados Unidos. Bob al menos peleaba por sus compatriotas. Pero no merecía la pena perder el tiempo restante con esas diatribas. El relato le esperaba.

“Por fin, salió.”

“¡¡Tres palabras, insuperable!! Tiene tensión, tiene desenlace, tiene misterio”, se animaba a si mismo Bob justo antes de sopesar si tenía suficiente contexto. Y es que el contexto es muy importante en el relato. No solo el del contenido, sino también el propio del autor. Cuando Heminway escribió el famoso anuncio de venta de peucos no estaba en ninguna de sus guerras. Estaba en un bar con amigos apostando 10 dólares para ver quién podía escribir una historia completa en 6 palabras. Por supuesto, escribiendo aquella diminuta novela en una servilleta, Ernest ganó el reto. Ahora, un siglo después, un tal Bob, Robe, Berto o Roberto o cualquiera de los muchos nombres para llamar a este minúsculo Don Nadie, estaba reclamando su trono.

El contexto hoy es muy distinto. Bob no estaba rodeado amigos. Las personas más cercanas distaban mucho de serlo. Al único al que retaba era a sí mismo. No tenía ni un triste lápiz y mucho menos una servilleta. Pero aunque contase con esos instrumentos, tampoco podría utilizarlos.

Ni siquiera disponía de su voz para probar la sonoridad de sus palabras. Su garganta se había roto de tanto gritar en las últimas horas. Ni tan siquiera era lo único roto en su cuerpo. Pero ¿para qué pensar ahora en ello? Mejor preguntarse si era conveniente mutilar del micro relato “el maletero”. Quizá no era la mejor idea. Tampoco usar la palabra mutilar. Aunque tanto “mutilar” como “maletero” encajaban en el contexto. Realmente el maletero había sido su único contexto en la última hora. Por eso le apenaba eliminarlo del relato que iba a pasar a la historia como el más breve nunca ideado. No se atrevía a decir escrito, porque no sabía si eso iba a ser posible. Bob nunca había sido pesimista y no quería serlo ahora. Además, su único compañero en ese estrecho habitáculo, Hemingway, sobrevivió 30 años llenos de amenazas con su actitud optimista y vital. Y si hay una palabra que se asocia al famoso barbudo es “fiesta”, y no sólo por el título de sus obras. Continuando con los paralelismos, Bob tampoco se quedaba manco en ese aspecto y nunca se perdía ni una jarana. “Vivo de forma manifiesta”, decía Bob. “Un día de mani y otro fiesta”. Así pasaba el tiempo libre que le dejaba el trabajo. Bueno, hasta que se pudo. Porque llegó el día en que primero criminalizaron las “manis” y luego prohibieron las fiestas (excepto para los que ahora llevaban la afilada batuta del país). La situación llego a tal extremo que ya sólo tenías dos opciones: agachar la cabeza y ver como el salivazo se escurre por tu cara o escupir a quien te escupe. Y Bob utilizó enérgicamente toda su flema. Hasta que se secó. O le secaron.

Por eso ahora lo único que cabía era lo positivo, la esperanza, el optimismo. El miedo, que le hizo temblar en el maletero durante casi todo el trayecto a mejor no saber dónde, dejó paso al deseo de que el coche parase de una vez. Ya había encontrado el micro relato definitivo de sólo tres palabras insuperables y no tenía más sentido seguir allí encerrado y maniatado.

Como en los mejores cuentos, sus deseos se hicieron realidad. Aunque esos cuentos no siempre tienen final feliz. “Ten cuidado con lo que deseas, se puede hacer realidad”. No lo dijo Heminway sino Oscar Wilde, otro escritor que también murió sólo y triste tras una vida de lucha contra las injusticias establecidas. El vehículo se detuvo poco después de dejar el asfalto, entrando en un terreno que parecía lleno de hojas mojadas. Los conductores no esperaron mucho y abrieron a los pocos segundos el cerrojo del maletero.

“Por fin.”

            Quizá el volver a sentir el sol consiguió que la cabeza le funcionase mejor. ¿Cómo no se había dado cuenta de que con sólo dos palabras construía un relato que expresaba toda la esperanza e impaciencia intrínseca al ser humano? Ya estaba donde tenía que llegar. Bob siempre había pensado que, como decía Machado en el poema “El tren”, lo molesto es la llegada. Las sensaciones que el fin de la travesía le había despertado eran contrapuestas. Le recordaban a cuando, de niño, hacía largos viajes para quedarse sólo con sus abuelos. Por un lado deseaba llegar, pero por otro no quería separarse de sus padres. O aquellos trayectos más cortos en los que se dormía y, aunque sabía que le esperaba la cómoda cama casi prefería seguir hecho un doloroso ovillo con el cuello en posiciones imposibles. A Bob le fascinaba que, justo ahora, la infancia le venga a la mente, pero cabía esperarlo.

            “Lo importante es la meta, no el camino”, se repetía Bob. Quizá lo hacía para obviar que la vereda que recorría se encontraba sembrada de cuerpos  regados en sangre. Su meta había sido crear el micro relato definitivo y estaba convencido de que lo había conseguido. Aunque realmente esa meta no era más que el camino para otro fin: trascender y convertirse en leyenda, como Hemingway o todos los autores que le habían visitado en el maletero.

La realidad era que su destino tangible en ese momento era un agujero flanqueado por un muchacho imberbe con cara de no comprender lo que está reslizando y un sesentón desencajado de felicidad. Ambos con una escopeta entre las manos. Quiso reducir también aquella estampa a su más mínima expresión y la tituló “el eterno retorno”. Pero comprendió que realmente era su máxima expresión y aquello le permitió vislumbrar que la meta importante no era la suya propia sino la de la humanidad. Y que todos los caminos que transitaron Hemingway, Machado, Goya o Cain eran pasos necesarios para lograr que él estuviese allí en ese momento.

            Las piernas de Bob dieron una última zancada para alcanzar el borde de la fosa. Aún le quedaba un último paso vital. Atisbar la posible trascendencia de su obra le permitió mejorarla. Sólo le quedaba plasmar esa nueva y definitiva versión para la posteridad. La entonación era esencial y no sabía si su quebrada voz podría conseguirlo. Así que, mientras el joven recargaba su arma cual robot, aprovechó para reunir fuerzas y cargar sus cuerdas vocales. La escopeta se levantó y Bob recordó por última vez a Hemingway. “Te gané en brevedad”, pensó, “pero ambos somos fracciones de segundo”.

            Miró fijamente los ojos del muchacho y de forma suave pero potente, rasgada pero modulada, dejó escapar entre los labios su obra final: el relato más breve de la historia exhalado en un escueto     

“¿fin?”

Relato de David Blázquez Álvarez