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Pedro entra en casa preocupado. Siempre entra lentamente: 80 veces ha visto celebrar el 30 de mayo. Pero esta vez, al cerrar la puerta, lo hace todavía más despacio. No sabe cómo va a decirle a Carmen que tienen cinco minutos para recoger lo más valioso que tengan en casa, que la policía está evacuando a todo el vecindario. Que, inesperadamente, la situación se ha vuelto crítica: un giro en los acontecimientos ha precipitado todo.

Recompone su cara, no quiere que Carmen vea  miedo ni dudas. Carmen está sentada en la silla de enea de la cocina, abrazada por ese chal lleno de cuadros multicolores de ganchillo, ese chal que tanto le gusta. Nada más verla, Pedro se da cuenta de que no le hace falta decir nada: ella lo sabe. No obstante, con voz segura que saca de no sabe qué rincón, Pedro resume la situación con una frase.

-No te preocupes, Carmen, yo me ocupo- Y coge una bolsa.

1

Se dirige a la pequeña habitación donde, en su tiempo libre, se dedica a su afición desde siempre: arreglar relojes. Le gustan los relojes, esos objetos que miden el tiempo, ese tiempo que se queda, a veces, enredado en los objetos.  Ante él, en la pared, varios despertadores de esferas de vivos colores y un viejo reloj de cuco esperan colgados, pacientemente. Cada uno marca una hora diferente. Encima de su mesa de trabajo, el flexo se curva vigilando todo lo que se amontona en ella: relojes de pulsera desmontados, pinzas, lupas, punzones, alicates, destornilladores…

Coge sin dudar el reloj de pulsera de su amigo José, su amigo de infancia, que se lo dejó para arreglar hacía tiempo. Frunce el ceño, pensando… Fue antes de que el volcán entrase en erupción, hace semanas. Lo observa en su mano. Se detuvo en una hora donde las cosas eran fáciles, donde no había cenizas entrando por las ventanas.

No hay tiempo que perder, coge el reloj y lo mete en la bolsa.

2

Entra en el baño. Por la pequeña ventana se cuela esa luz grisácea tan extraña de los últimos días, una luz que parece flotar entre las baldosas verdes que cubren la pared.

Le viene a la memoria cómo eligieron Carmen y él esos azulejos, hacía más de cuarenta años, abrumados entre tantos colores para elegir. Querían reformar el baño y la cocina de la casa que habían heredado de los padres de Pedro, donde vivieron juntos hasta que los abuelos fallecieron, y donde criaron a su hijo Álvaro, que ahora vivía en la península.

Qué lujo les pareció la pequeña bañera, reinando en el espacio donde antes había una ducha. Le viene a la cabeza, brillante, el recuerdo de Carmen sonriendo pícara entre las burbujas. Fingiendo un papel de hombre serio, le recordaba que era caro gastar mucha agua. Y ahí están los hombros redondeados de Carmen con sabor a jabón, su piel rosada, su corto cabello mojado, las burbujas reflejando el verde de las baldosas en esos días en los que la luz no era gris.

Carmen, que dejó el taller de costura donde trabajaba cuando se casaron, y él sabía, aunque no lo hablaron nunca, que ella añoraba ese ajetreo. Carmen, que se pintaba cada día los labios mirándose fijamente al espejo, sonriéndose a sí misma al terminar de retocarlos, aunque ese día no fuese a salir de casa.

Se gira hacia el lavabo y abre la puerta del armarito que, sobre el mismo, hacía también de espejo: hay dos peines, una maquinilla de afeitar, un jabón de la Toja, aún envuelto en su papel y el pintalabios favorito de Carmen.

Coge el pintalabios y lo guarda en la bolsa.

3

Entra en la habitación de su hijo. La habitación de un joven de 24 años, los años que tenía cuando se marchó a Madrid.

Sobre la mesita de noche hay un despertador que todavía funciona perfectamente, de ello se encarga personalmente Pedro. Y ahí en la esquina, la mesa donde Álvaro estudiaba, bajo una estantería con viejos juguetes, libros y cómics.

Se acerca a la cama y se sienta como se sentó una noche de hace treinta años con Álvaro, tramando como decirle a Carmen que su hijo quería irse a Madrid a probar suerte y trabajar en lo suyo, en el mundo del teatro. Quería brillar, quería una oportunidad, y allí había más posibilidades de lograrlo.

Hay una foto enmarcada sobre la mesita: él, Álvaro y Carmen, sonriendo a la cámara tras asistir a una obra de teatro en el instituto donde actuó su hijo. Su mente retrocede todavía más a los primeros días de colegio, a una tarde en la que Álvaro volvía con Carmen y, soltándose de su mano, corrió torpemente por el camino para abrazar a Pedro, a punto de entrar en casa al volver de trabajar con las plataneras. Y le llega de nuevo ese olor, de hombre lleno de sudor de tierra, de niño lleno de sudor infantil, y en su cabeza se cuela el sol que iluminaba el babero del chiquillo, y en sus hombros siente esos brazos diminutos que tocaban tan fuerte el corazón.

Recorre con la vista la estantería hasta tropezar con el cómic con el que Álvaro, un día, empezó a leer junto a él. Nunca le gustaron los cuentos infantiles, ni los libros de lectura, no había forma de que aprendiera a leer. Un día, Pedro compró un tebeo,  y ahí estaba Álvaro: queriendo aprender vorazmente a descifrar esas viñetas llenas de colores.

Coge el cómic  y lentamente sale del cuarto de su hijo.

4

Entra en su dormitorio. El dormitorio de Carmen y de él.

El dormitorio tiene una ventana llena de geranios, esos que tanto le gustaban a Carmen. Ahora están llenos de ceniza, como todo el exterior.

Pedro se sienta un momento en la cama de madera maciza. Siempre fue la misma, desde la primera noche. Recordó muchas noches. Las primeras, en susurros. Los padres de Pedro dormían cerca. Carmen al principio no quería ninguna luz. Después si, las de las mesitas gemelas. Pedro encendió una, y, a la luz cálida de la misma, casi podía tocar la imagen de Carmen. Las mejillas sonrojadas, las manos que hablaban, los labios que buscaban, las pupilas brillantes y las risas sofocadas.

El armario es muy grande y tiene un rasguño en una de sus puertas, un roce de la cuna de Álvaro. Nunca lo arregló. En realidad, le gustaba mirarlo al acostarse y recordar las noches en las que se sentaba en la cama junto a Carmen y en silencio observaba a madre e hijo mientras ella le daba de mamar, bajo la misma luz cálida de las lamparitas que alumbraban sus besos. Sus ojos recorren esas paredes entre las que se comentaron en voz baja problemas, se rieron vivencias, y se lloraron ausencias.

Pedro se levanta acariciando el borde de la cama con su mano, y se acerca a la cómoda. Ahí está el juego de tocador de cristal de Carmen, que les regalaron José y Victoria, amigos de siempre. También una foto de estudio del día de su boda: Carmen radiante, con su vestido entallado, él orgulloso con su traje gris oscuro.

Abre el pequeño joyero y la luz de la lamparita gana, por un momento, a la luz grisácea, al resbalar por las cuentas de cristales de colores de un collar. El primer regalo que le compró a Carmen cuando eran novios. Y su mente viaja a aquella tarde que paseando con su amigo José, hablando cada uno de su novia, de quien era más guapa, lo vio en una joyería. José le decía que era cristal, que era mejor algo de plata. Pero Pedro lo compró. Mientras lo acaricia vuelve a ver la cara de alegría de Carmen al abrir el envoltorio. Y tras este recuerdo, el dormitorio desaparece para convertirse en la verbena donde Carmen lo estrenó. Qué guapa estaba, con su vestido corto, porque ella siempre fue moderna, y sus zapatos de tacón violetas.

Coge el collar y lo mete en la bolsa.

5

-Carmen, tenemos que irnos – Dice Pedro al entrar en la cocina. Carmen se levanta y sale junto a él, serena, sin preguntar qué ha cogido, porque ya lo sabe, se conocen muy bien.

Pedro cierra la puerta de casa cuidadosamente con llave, como si alguien fuese a entrar. La policía está ayudando a la gente a meter sus pertenencias en sus coches. Hay urgencia y hay respeto, y manos que aprietan hombros.

Pedro se coloca junto a los vecinos que no tienen vehículos, al lado de José y Victoria, esperando su turno para entrar en alguna de las furgonetas que vecinos de otros municipios han llevado para ayudar en la evacuación.

José, con varias maletas a su lado, mira como sin entender a Pedro y su bolsa.

-Pedro ¿no coges nada?

– He cogido tu reloj, no te preocupes, lo arreglaré.

– Pero Pedro ¿solo una bolsa?

Pedro se queda callado. Se da cuenta de que realmente no sabe qué escoger de entre sus objetos. Todo lo que hay en la casa pesa tanto que solo cabe en el corazón.

-No he podido llevarme la puerta del armario de mi cuarto – dice Pedro, arrepentido de no haber arrancado la puerta arañada. Se revuelve inquieto, pensando si puede volver a la casa un momento, si le dejarían…José comprende lo que  le ocurre  y pasa el brazo sobre los hombros de ese viejo amigo al que adivina asustado a pesar de querer aparentar entereza.

-Tranquilo, Pedro, tú te vienes con Victoria y conmigo a donde nos lleven y tal vez podamos regresar mañana, o pasado.

Victoria se acerca y mira a su vecino con ternura a través de unos ojos hinchados de tanto llorar. Álvaro le ha dicho que va a llegar en el primer avión que pueda para poder ayudar a su padre en estos próximos días.

Suspira y aprieta el codo de Pedro, con suavidad, para que sienta que está ahí también, y entonces repara en lo que Pedro lleva doblado en su brazo. Ese chal que tanto le gustaba a su amiga Carmen, el que siempre llevaba, la única prenda que Pedro se quedó cuando falleció. Carmen, tan coqueta ella…

Relato de Virginia Castillo Martínez