Thamsanqa
“¿Qué hago aquí, en este psiquiátrico, en esta habitación? Les he explicado toda la verdad. Estaba haciendo mi trabajo, explicando con signos lo que me ordenaban por un pinganillo. Eso es lo que hice.
Vi a mis jefes en la puerta del pabellón donde se celebraría el acto. Llegué con mi mejor traje, como me indicaron, y colgaron de mi cuello la acreditación con una cinta azul, donde estaba mi foto, mi nombre. Todo en regla. Recuerdo como me dirigí caminando con paso seguro, mirada al frente, sin dudar, como me dijeron, a la entrada principal. Y que no titubeé al ver tanto público, ni al escuchar las ovaciones, ni al dirigirme hacia la tarima. Era mi gran oportunidad, demostrar al mundo, por fin, quien era.
Mientras se ponía a mi lado, abrochándose la chaqueta de su traje perfectamente cortado, me pregunté qué tenía él para haber llegado tan lejos. Yo era mejor, infinitamente mejor. Él, con esa seguridad que destilaba como si fuese una aureola de perfume. Una aureola, sí, tal vez fue eso lo que me ocurrió, su aura chocó con la mía cuando pasó por detrás para ponerse a mi derecha… Pero no, no… no pudo ser eso…
Si sigo repasando, solo veo un fallo en mi actitud: me puse algo nervioso cuando vi que se iluminaban las luces de centenares de cámaras que estaban frente a nosotros, cuando vi mi imagen junto a él reproducida en decenas de pantallas tras el público. Pero duró poco, porque mis nervios se calmaron cuando pensé que Diara me iba a ver en directo, cuando escuché los aplausos y supe que era el centro de atención de millones de personas.
Él, a mi lado, empezó a hablar y yo, al escuchar las voces en mi pinganillo “el mundo, balón, el cielo, el sol, nadar…” hacía los gestos, ni le miraba. Estaba muy orgulloso de mi mismo. Y así seguí, con otro líder, hasta que en un descanso que anunciaron de repente, sin que el público se percatase, me rodearon varios policías, llevándose las manos a sus armas… Claro… ya entiendo lo que ocurre… lo eclipsé, fui muchísimo mejor que él… ahora lo entiendo todo”.
Barack
“Recuerdo que había más de 65.000 personas esperando escucharme, y que repasé una vez más el discurso en el papel, aunque no necesitaba leerlo, me lo sabía de memoria. El presentador anunció mi presencia y me dirigí hacia el estrado entre aplausos y ovaciones. Pasé por detrás del intérprete de lengua de signos y me situé a su lado.
¿Cómo pudo suceder? No noté nada extraño. Era un hombre más bajo que yo, serio, nada en él me llamó la atención. Me miró fugazmente mientras me situaba a su derecha, abrochándome el traje, pero no cambió el gesto: ni un atisbo de nervios en un evento como el que se trataba. ¿Cómo ocurrió?
Yo sí que estaba algo nervioso, a pesar de haber dado miles de discursos, cuando las luces de centenares de cámaras se encendieron y vi mi imagen, junto a la suya, reflejada en las grandes pantallas tras el público. No distinguía a Michelle, pero sabía dónde estaba y miré hacia allí mientras seguían los aplausos. En el avión habíamos repasado juntos el discurso. Nada podía salir mal.
Era una gran oportunidad para que mis palabras causaran un gran impacto en todo el mundo, para que todos los países conociesen mi discurso, y para que los Estados Unidos se sintiesen orgullosos de su presidente.
Aguardé a que terminaran los aplausos, pasé la lengua por mis labios resecos por los nervios, aunque mi gesto no delataba nada, y comencé a hablar, con pausas estudiadas tras algunas frases. “Gracias al presidente Zuma y a los miembros del gobierno, a los jefes de Estado y de Gobierno, distinguidos invitados, es un gran honor estar con ustedes…”.
Terminé mi homenaje a ese gran hombre que fue Nelson Mandela. Me sentía pequeño en comparación con él. Abandoné el centro del estadio entre aplausos, y, mientras me dirigía hacia mi asiento, pensé que había dado un gran discurso, que todo había salido bien. Y todo salió mal. Mis palabras no pasarán a la historia, han quedado en un segundo plano por culpa de un falso intérprete….por no hablar del selfie de Cámeron. Qué cúmulo de absurdeces”.
David
“Todos los periódicos hablan de lo mismo. Sería perfecto si solo hablasen de uno de los episodios que mencionan. Ese era el plan: que el discurso de Obama se viese desplazado por el escándalo de un falso intérprete de la lengua de signos. La idea fue de uno de mis hombres de confianza, Harry, y me pareció magnífica.
Él tenía, me dijo, al candidato perfecto: nada peligroso, sería casi como un juego. Me aseguró que nadie sabría nunca cómo había llegado su nombre a la lista de intérpretes para el evento. Barack siempre me hacía sombra, ese día también brillaría, como cada vez que hablaba, y yo sentía celos anticipados ante su, seguramente, magnífico discurso.
Recuerdo que sentí la conocida punzada de envidia mientras veía a Obama caminar hacia el estrado, tan seguro de sí mismo, con ese traje impecable. Cuando se puso frente al micrófono y su imagen, junto a la del intérprete, se reprodujo en las pantallas gigantescas, sentí cómo subían mis pulsaciones.
Me pasé el resto de su intervención esperando que saltara el escándalo y, sin poder evitarlo, fijándome en su postura, en su lenguaje corporal. Tenía que hablar con mis asesores sobre cómo añadir algunos de sus gestos a mi repertorio. Esa forma de inclinar la cabeza, los movimientos de las manos…
Tal y como planeamos, el intérprete se llevó todo el protagonismo. El discurso de Obama no pasará a la historia. Y todo sería perfecto si no fuese porque otro acontecimiento también acapara los titulares, y de ese solo tengo la culpa yo.
Cuando Obama terminó, entre aplausos y ovaciones, se dirigió hacia su asiento, cerca del mío. Le pedí que se acercase a la ministra danesa, que estaba a mi izquierda, y nos hiciésemos un selfie. Mi intención era demostrarle al mundo que Obama y yo éramos parecidos, tanto que hasta teníamos una gran amistad.
Sí que vi que Michelle fruncía el ceño. Ahora me doy cuenta de que fue la más lista de los cuatro. Efectivamente, una foto de pandilla no fue lo más adecuado en un evento como ese. Debería arrepentirme, pero somos humanos. Tan humanos que ahora mismo solo puedo alegrarme secretamente de que el gran momento de Obama se convierta, para la posteridad, en el gran momento del hombre desconocido que estaba a su lado…”
Diara
“No dejo de repasar ese momento en mi mente. Thamsanqa me había dicho que ese día me iba a dar una sorpresa, que había encontrado trabajo.
Llevábamos meses con dificultades y yo no ganaba lo suficiente para cubrir todos nuestros gastos. Ese día me había levantado optimista, pensando que Thamsanqa tal vez había encontrado un buen empleo ¿cómo no iba a ser bueno, si se había puesto su mejor traje?.
Encendí la televisión, no quería perderme el homenaje mundial a Mandela. Hasta me había preparado un té, para tomarlo arrebujada en nuestro destartalado sillón, con nuestro gato durmiendo sobre mis rodillas.
Ante mis ojos se desarrollaron los acontecimientos a todo color: la imagen del estadio lleno de gente aplaudiendo. Los discursos de los líderes mundiales… Y de repente vi, en la pantalla, a mi marido. Me quedé perpleja. No podía reaccionar. Y Obama, junto a él. Y Thamsanqa imperturbable, como si lo normal fuese estar ahí.
Llevaba su traje gris, y una acreditación… ¿Para hacer qué? El corazón se me paró cuando empezó el discurso de Obama y vi a Thamsanqa gesticular. Él no sabe la lengua de signos. Lo he repetido mil veces desde entonces, en cada interrogatorio de la policía.
Mientras lo miraba, las lágrimas recorrían mis mejillas. Me sentí asustada, cansada y decepcionada. Cuando terminó el discurso y cortaron la retransmisión dejé mi té, ya frío, en la mesilla y, tras secarme los ojos con las manos, marqué el número de teléfono del doctor de Thamsanqa. Sabía que la llamada de la policía no tardaría en llegar…
Él insiste en su relato, en que dos hombres lo contrataron, le dieron la acreditación y le dijeron por un pinganillo lo que tenía que expresar con gestos. Los titulares hablan de esquizofrenia. Yo pienso en su megalomanía. Sé que le espera una estancia larga en el psiquiátrico, y ya no sé qué creer…”
Naghen
“Y pensar que dudé tanto de que saliese bien el plan… Aún recuerdo perfectamente la tarde que se me ocurrió, de repente, cuando supe lo del homenaje y la subasta que tras el mismo se iba a hacer; una joya antigua, un collar perteneciente a Mª Antonieta, que serviría para recaudar fondos para la fundación Mandela.
Tracé el plan cuidadosamente. Estudié a fondo la ficha médica de mi paciente, Thamsanqa Jantjie, un megalómano con delirios de grandeza, que ansiaba la fama, con crisis paranoides…conocía bien todas sus debilidades.
Contacté a Harry y Thomas, mis viejos amigos. Soy la cabeza pensante del grupo, nunca nadie ha sospechado de mí: soy un prestigioso psiquiatra. Y ellos también están muy bien situados. Somos un equipo. Habíamos dado varios golpes, pero este ha sido el mejor, sin duda.
Siguiendo mis indicaciones, Harry y Thomas le ofrecieron a Thamsanqa el trabajo de su vida: se haría famoso. Le explicaron que tendría que acudir a una gala que se iba a retransmitir a nivel mundial y, simplemente, hacer gestos representando lo que le dirían por el pinganillo. Aceptó entusiasmado.
Días antes del evento, Harry movió otro resorte, el de la secreta envidia y la rivalidad que su jefe sentía hacia quienes despuntaban más que él.
Y ahí estaba Thamsanqa, en todas las pantallas junto a Obama, haciendo gestos con las manos para escenificar lo que le dictaban desde un rincón de las gradas, vestidos de policías, con las gorras caladas hasta los ojos, mis compinches. Y, mientras todo el personal de seguridad rodeaba al falso intérprete cuando se dio la voz de alarma, prestos a desenfundar sus armas, pensando que podía ser un asesino, Harry y Thomas entraron sin que nadie se fijase en ellos en la sala donde se guardaba la pieza que iba a subastarse.
¿Lo mejor? Que las autoridades no han contado nada del robo, cualquiera lo menciona, menudo fallo de seguridad a sumar al del falso intérprete… Los medios solo se preguntan qué hay tras la personalidad de mi paciente, y aquí estoy, preparándome para la siguiente rueda de prensa mientras apuro mi copa, mirando el collar que lanza destellos desde mi vitrina…”
Relato de Virginia Castillo Martínez