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Parecía el típico día en el típico cambio de cabina del típico final de trayecto, en el que la típica señora mayor se acerca para lanzarte una pregunta que creías también sería típica.

-Disculpe, ¿trabaja aquí? ¿Podría decirme si este tranvía me lleva a la felicidad?

Y esa duda te cambia la vida, aunque en un principio no te des ni cuenta.

-Perdón, creo que no la he entendido bien. Esto es un L2, va a San Vicente.

-¡Ah! perfecto. Entonces sí.

Aunque mi boca comenzó a abrirse para intentar saciar mi curiosidad, las prisas por arrancar puntual la cerraron. La falda a cuadros de la señora se posó sobre uno de los asientos reservados para la tercera edad mientras su rostro dibujaba una enorme sonrisa que era lo único estirado entre un bosque de milenarias arrugas. Mi cara, sin embargo, debía ser una oda a la perplejidad, que aumentó al ver su plateado moño apeándose en la parada de Hospital.

Pensé que, al igual que un Hospital de Madrid tiene el nombre de La Paz, el de Alicante quizá es conocido como La Felicidad. No lo había oído nunca, pero esa mujer podría llevar en la ciudad desde que la “cara del moro” mostraba acné.

Ni compañeros, ni familia, ni mi amigo más listo, Google, tenían noticias de que se pudiese llamar así. Por suerte el destino no es sólo lo que aparece en el rótulo en la cima del tren, sino que también es una especie de suerte que en ocasiones te da agradables sorpresas. Aunque el moño ahora estaba desenmarañado y los cuadros de la falda se habían convertido en unos flamencos, de los que vuelan con sus alas y no con su voz, al día siguiente reconocí ese oasis entre dunas que era su sonrisa. Yo dibujé otra en mi rostro.

-¿Hoy también la llevo hasta la felicidad?

-Claro, cariño. Hasta que no den el alta a la nena no tengo otra forma de ver a mis bisnietos. ¡Gemelos! ¿Se lo puede creer?

Si el orgullo fuese dinero, esa mujer sería la portada de la revista Forbes. No hizo falta que le preguntase nada más. Sus ojos me daban toda la información que necesitaba. Esa mujer no iba al Hospital, ni a ver a su familia. El único destino al que se dirigía era a la felicidad más absoluta. Le daba igual que la línea fuese la 2, la de color amarillo o estar montada en un tren, tranvía, zepelín o pollino. Tenía claro su objetivo.

Mientras me dirigía a la cabina observé al resto de pasajeros. ¿Sabrían realmente dónde iban? Y en el caso de saberlo ¿lo apreciarían? Yo me di cuenta que hasta ese momento, hasta esa aparición diminuta y vetusta, no lo hacía. Comprendí que día tras día por mis ojos desfilaba gente que se movía, pero que no iba. Los llevaba de un sitio a otro. De una parada a otra. Subir, bajar, correr, esperar… como quien ve caer las fichas de un Tetris y las va poniendo en su lugar porque es lo que se espera de ellas… y de ti. Cada vez más rápido, cada vez mejor organizadas, hasta que ya no puedes más y todo colapsa. Game Over.

Entonces las reglas del juego cambiaron. O por fin las entendí. La pastilla roja de Matrix realmente tenía forma de pasa grisácea embutida en falda.

Esa joven que se quedaba adormilada con la carpeta apretada al pecho no era una pasajera que iba a Universidad, sino que cogía el Tram dirección Futuro. El orondo ecuatoriano que se baja en Ciudad Jardín y comparte un hermoso beso con la aún más oronda mujer que le espera, había llegado ya a Amor. Incluso ese grupo de chavales excesivamente parecidos entre sí, que marea entre paradas visitando a unos y otros amigos, por supuesto igualmente clonados, en el fondo se encuentran recorriendo la ruta del Desarrollo.

Claro que voy a esperar cada vez que veo a alguien correr hacia el tranvía. Quizá llega tarde a su cita con el Pasado, y visita a esa prima que hace lustros que no ve. ¿Cómo no voy a sostener unos segundos la salida? No voy a ser yo el que demore su pequeño festival de recuerdos. Y las prisas no son sólo por llegar, sino también por partir. Imaginad las ganas de que el tren arranque que tiene ese hombre de avanzada edad que carga con una maleta y cuatro bultos mal hechos. Por fin abandona la estación de Soledad.

Así día tras día, trasportando sentimientos, comunicando momentos, facilitando esperanzas. ¡Qué placer un tren lleno! Es como llevar un gran ramo de flores, que aunque a veces se cuele alguna mustia, siempre provoca mucha alegría.

Hay quien, refiriéndose a los camioneros y transportistas, ha utilizado una bonita metáfora que demuestra la importancia de su trabajo: repartiendo alimentos y materias por todo el país, se convierten en la sangre que recorre nuestras venas, las carreteras, nutriendo a todo el gran ente que es nuestra sociedad. Continuando con esa potente imagen en la que todos nosotros no somos más que células de una entidad superior, me gusta ampliar el símil y pensar que nuestra red, la de FGV, forma parte importante del sistema nervioso de ese gigantesco organismo. Permitiendo que se muevan cada día los pies de nuestra economía hacia la estación del Trabajo. Bombeando el corazón al llenar de besos nuestros apeaderos de los Sentimientos. Provocando una gran sonrisa al llegar o abandonar la parada Fiesta de forma segura. Y sobre todo, como aquella sabia señora, persiguiendo siempre el destino Felicidad. 

Y desde aquel día, ayudar a otros a llegar a ese fin me ayuda a llegar al mío. Porque en ese momento dejé de ser maquinista para convertirme en neurona.

Anécdota de David Blázquez Álvarez