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Primer premio

«El bolardo asesino o un mal día siempre puede ser peor»

Corría el final de los noventa, hacía aproximadamente cinco años que nuestro tranvía, pionero en España de los tiempos modernos, surcaba la ciudad con una elegancia sin parangón, haciendo de Valencia la ciudad espejo en la que se miraban las principales capitales españolas.

En aquel tiempo, el pilotaje de aquella serpiente de hierro era extremadamente divertido, no tanto por la conducción en si como por la difícil coexistencia con el resto del tráfico vial. La falta de costumbre de viandantes y automovilistas a la hora de compartir la ciudad con aquel moderno y ágil transporte, hizo necesaria la separación de nuestra plataforma tranviaria a través de una especie de bolardos de hormigón. Éstos estaban tan integrados con el entorno que su diseño parecía estar patentado para pasar totalmente desapercibidos, al estar perfectamente calculados para permanecer dentro de todos los ángulos muertos posibles de los pobres desgraciados que circulaban con sus vehículos cerca de ellos.

Muchas fueron las víctimas que empotraron sus automóviles sobre estos bolardos también llamados, no sin cierta sorna, lentejones. Recuerdo especialmente uno de ellos que, aún siendo consciente de la desgracia del conductor, no pude menos que partirme la caja de manera convulsa mientras mis ojos eran testigos del desarrollo de los acontecimientos.

Me encontraba parado con mi tranvía en la calle Vicente Zaragozá, esperando pacientemente la apertura del semáforo que me permitiría continuar abriéndome paso a través de aquella jungla de asfalto. En aquel momento, y en medio de un monumental atasco, un avispado conductor eligió un mal momento para tener prisa y un peor momento para ir de listo cuando vio en la plataforma tranviaria un estupendo carril para adelantar al resto de desgraciados y pacientes conductores. Su gran error fue no percatarse de la presencia de los temidos bolardos, más mimetizados con el entorno que un camaleón en la selva tropical.

Inició la marcha dando un volantazo pero su avance se frenó en seco en menos de tres metros, quedando el flamante Volkswagen Golf a un palmo del suelo y sobre lo que parecía un gran charco de aceite que no paraba de crecer. Efectivamente uno de los bolardos asesinos acababa de cobrarse una nueva víctima.

La cara de estúpido del conductor mientras bajaba de su coche no tenía desperdicio, sobretodo unos instantes después cuando , el resto de vehículos a los que pretendía adelantar, avanzaban dejándolo allí en una situación no tan catastrófica como vergonzosa. Pero poco podía imaginar el desgraciado que un mal día siempre puede ser peor…

Mientras daba aviso de la tragedia a través de su teléfono móvil me hacía señas desesperadas para indicarme que parara ya que su vehículo estaba inmóvil (bueno, inmóvil e inútil diría yo…). Paré delante de él y bajé por si necesitaba ayuda. Al salir de la cabina y tras avisar a los viajeros del incidente, un par de jóvenes exclamaron:

– Mira tío, vaya piño…

Acto seguido se colocaron tras la cristalera de mi puesto de conducción para no perderse detalle, a la vez que ponían de tonto para arriba a la incauta víctima.

El pobre hombre me dijo que acababa de llamar a la grúa, que había notificado que era urgente y que no tardaría en llegar. Yo volví a mi cabina mientras observaba los acontecimientos en primera fila a la vez que los dos nanos detrás de mí seguían gozando del espectáculo con actitud cada vez más socarrona.

A los pocos minutos hizo aparición la esperada grúa avanzando por la plataforma con las luces de emergencia encendidas, tan sólo faltaba la banda sonora de “Independence Day” para ornamentar su llegada triunfal. El conductor del coche accidentado le hizo señas para que se acercara. El gruero paró, abrió la puerta elegantemente y pude ver en él un personaje más propio de una película de Tarantino que alguien que tiene que sacarte de un problema. Efectivamente, allí hizo aparición un tipo con melena, cachas de gimnasio, con los brazos tatuados y unas gafas de sheriff de Texas que habrían estado justificadas si no fuera totalmente de noche. Asegurándose que todo el mundo lo observaba como héroe salvador, comenzó a darle unas condescendientes palmaditas en la espalda al pobre tipo dándole a entender que lo tenía todo bajo control.

Con la velocidad del rayo ató una fuerte brida a la parte trasera del coche y se dispuso a tirar de él, pero el bolardo asesino todavía no había dicho la última palabra, enganchando con el violento tirón lo que parecía el radiador comenzando a impregnar el suelo de una cantidad inmensa de agua refrigerante que se mezclaba por momentos con el gran charco de aceite. El desgraciado conductor comenzó a gritar haciendo señas para que el gruero de la muerte parara inmediatamente mientras observaba a su cada vez menos flamante Golf cómo le quedaban pocos líquidos ya que perder. El melenas de las gafas de sheriff volvió a bajar con rostro impasible diciendo que no había problema, que todo seguía bajo control (¿en serio podía decir eso?).

En medio de la tragedia que estaba yo presenciando en directo comencé a oír las carcajadas de los dos chavales que detrás de mi no se perdían detalle. El labio superior empezó a temblarme, aquello parecía de cámara oculta y mi rostro serio comenzó a mutar a una sonrisita un tanto ya descontrolada.

El tipo de la grúa colocó esta vez lo que parecía un gato hidráulico bajo la parte delantera del coche para liberarlo del alcance del bolardo asesino. Comenzó a tirar de la parte trasera esta vez con más cuidado. Estaba ya a punto de liberar al vehículo de tal atrapamiento cuando, un segundo antes de lograrlo, el paragolpes del ex flamante Golf salió disparado partido en dos. Abrí los ojos como platos, no podía creer lo que estaba presenciando. Los chavales de atrás pasaron en aquel momento a la fase de risa descontrolada que por supuesto no tardaron en contagiarme. Pero acto seguido ya tuve que esconderme bajo el pupitre de conducción al sufrir un ataque de carcajadas con lágrimas incluidas cuando acerté a leer en los labios del pobre conductor un “ME CAGO EN MI VIDA” bien vocalizado mientras lanzaba la carpeta de la documentación del coche al suelo con gran violencia mirando su coche convertido en chatarra. Ni que decir tiene que los dos tipos de detrás de mí estaban al borde del colapso de tanto partirse el pecho.

Una vez liberada la vía, reanudé la marcha con la mayor dignidad posible aunque me costaba un gran esfuerzo mantener la compostura al pasar junto a los personajes de esta historia. Desconozco si el conductor le partió la cabeza al gruero de la muerte, o si éste último se asoció con el bolardo asesino para montar un taller de reparaciones. Lo que sí puedo decir es que casi veinte años después, el sólo recuerdo de aquellos momentos siguen provocándome los mayores ataques de risa que he sufrido a lo largo de mi vida.

Roberto Borreguero Sahuquillo.

Segundo premio

«La lista»

Saqué la carpetilla donde se alojaban los billetes que junto al taladro, el silbato y otros útiles permanecían dentro de aquella caja de zapatos rotulada con el texto: Interventor en Ruta. La llevé al salón, me senté en el sofá junto a Menchu y le mostré una nota que había en el interior. Menchu sonrió…

Mi primer empleo en FGV fue el de Interventor. Una de las recomendaciones que más me llamaron la atención por parte de los veteranos fue ésta: Toma un papelito, lo pones en la carpetilla de billetes y cada vez que tengas una situación conflictiva anotas el numero de servicio, la hora y el tren que ha sucedido. Cuando repitas ese numero de servicio, repasa todo aquello que escribiste la anterior ocasión. Te anticiparás a todas las situaciones conflictivas y tendrás mayor capacidad de resolverlas de mejor modo. Empecé a tomar esas anotaciones: el borracho que subía sin billete en Meliana , el yonki de La Pobla que se metía con los viajeros, el lotero que discutía por el motivo que fuera etc. El conflicto se reducía antes de suceder con bastante frecuencia.

En los ratos de receso entre tren y tren y coincidiendo con los compañeros era habitual comentar anécdotas y relatar “pilladas” de viajeros sin billete: Mercadito de Masama, instituto de Meliana, y otros tantos casos parecidos que aprovechando el tumulto y la proximidad del recorrido no cancelaban billete y trataban de pasar desapercibidos. Yo anotaba esas otras situaciones, y todavía conservo en la carpetilla de billetes una peculiar anotación: “hermanas de Albalat, la mayor, tiene la tarjeta con su número corregido encima del primero anotado”.

La tarjeta mensual se componía de un carnet personal y una tarjeta que se adquiría el mes de uso, con un casillero rellenado a bolígrafo con el numero del carnet personal. Era un mes de muchos festivos, razón por la cual muchos usuarios no habían contratado la mensual. Rentabilizaba más un bono 10 si no había mucho uso. Dándose la circunstancia de que tenía otra hermana, pensé que podía podrían estar pasándose la tarjeta abonada y utilizándola en los dos carnets personales.

Coincidí con la interesada casualmente fuera del trabajo y por deformación profesional o lo que fuera se me ocurrió tratar el detalle. La explicación fue sencilla: el taquillero erró al apuntar el numero y lo corrigió encima.

Cuando volví a trabajar taché la anotación y procedí a insertar a esta viajera en una nueva lista. Esta vez, la lista era mental: Controlaba la hora de subida, bajada o la espera en Pont de Fusta para tratar de coincidir en la medida de lo posible.  Lo que empezó con un tipo de seguimiento por una presunta sobreutilización irregular acabó por un cambiar los servicios para coincidir y una serie de citas fuera de horarios laborales.

Ahora comparto asiento en el sofá con esa viajera. Cada ciertos onces de noviembre saco esa carpetilla y leo esa anotación tachada y Menchu y yo sonreimos. Este once de noviembre cumplimos 23 años de casados.

Carlos Luis Hornero

 

Tercer premio

“Y es que me pierde la boca”

Pues sí, la verdad es que cuando echo la vista atrás a mis inicios en esta empresa allá por los años noventa, me doy cuenta de que en más de una ocasión hubiera estado mejor con la boca cerrada… pero el ímpetu de la juventud es imparable.

Como siempre fui muy inquieta, a los pocos meses de llegar a la empresa como expendedora de billetes, pedí como residencia la taquilla de Plaça Espanya, allí la actividad estaba asegurada, por aquel entonces sólo teníamos las Líneas 1 y 2 de metro, no quería aburrirme y lo conseguí. Los años que estuve allí fueron inmensamente intensos en todos los aspectos de mi vida. Recuerdo una de aquellas tardes porque no me ocurrió solo una incidencia recordable, sino dos y por supuesto las dos relacionadas con mi incontrolable boquita.

Por aquel entonces la venta de billetes a jubilados llevaba aparejada la obligatoriedad de mostrar el DNI para comprobar la veracidad de la edad, pues estos billetes se vendían solamente a mayores de 65 años, para otros supuestos de jubilación anticipada o demás debían mostrar o la tarjeta dorada adquirida en Renfe o acreditación de estar jubilado a pesar de no tener la edad. (…)

Plaça Espanya es la estación por la que los viajeros provenientes de los pueblos, desde la Línea de Bétera o Villanueva de Castellón y desde la Línea de Llíria accedían a las calles de València. Una pareja de regreso ya hacia su pueblo, se acercó hasta la taquilla y la mujer con una voz muy dulce me pidió dos billetes de jubilados para Alberic, de forma casi automática yo les pedí el DNI, ahí comenzó el disparate, la mujer sin rechistar se puso a buscar en su cartera , pero el hombre no parecía estar dispuesto a seguir mis indicaciones, comenzó a decir lo típico:

«Que no m’ho veus en la cara xiqueta?»

A lo que yo respondí que no, que mi obligación era pedirle el DNI y comprobarlo.

“Pues en el poble no el demanen“

– Yo no sé lo que hacen en el pueblo, yo sé que aquí yo tengo que comprobarlo-, le volví a insistir, mientras tanto su mujer ya había dejado su DNI sobre la bandeja de la ventanilla y yo me disponía a mirarlo.
“I si no t´l done qué?, No em vas a deixar entrar?“
– Pues sintiéndolo mucho no, sin DNI no hay billete de jubilado, si no quiere enseñármelo le puedo vender un billete normal, sin descuento- le respondí, entonces el hombre enormemente enfadado gritó:
“- Els collons-“!!!!

A lo que yo tranquilamente respondí: – els collons no em fan falta, solament amb el DNI i ja li done el bitllet –

La mujer comenzó a reírse a carcajadas y entre risas dijo: ‘Pepe ensenya-li el DNI per l’amor de Déu que si ensenyes els collons ens tanquen’

Entonces yo tampoco pude evitar reírme, el hombre nos miró a las dos, yo creía que seguiría gritando pues su cara de enfado era terrible y entonces mientras se echaba mano al bolsillo en busca de la cartera se le escuchó en un susurro:
– Dones!!!!
Me dio el DNI, yo les di sus billetes y finalmente bajaron al andén mientras escuchaba a la mujer como le decía:
“- Es que sempre tens que anar montant el numeret -“

La tarde siguió normalmente hasta que pocos minutos antes de pasar el último tren hacia Villanueva de Castellón un hombre de mediana edad se acercó corriendo a la ventanilla y me pidió que le dejara pasar. Yo ya estaba muy cansada y no tenía ganas de líos pero eso era algo que no podía hacer y le dije que eso era imposible, me dijo que no iba a viajar que tenía que hablar con una persona que estaba a punto de coger el tren y no podía marcharse sin hablar con ella. Tras discutir varias veces le dije que como mucho lo único que yo podía hacer era llamar por megafonía a la persona para que subiese al vestíbulo si ella quería, a lo que me respondió que sí, que por favor hiciera eso.

Entonces le pedí que me dijera el nombre de la persona, lo anoté con mucho cuidado para decirlo bien y me dirigí al megáfono, en ese momento un tren acababa de llegar y el andén se llenó de gente dispuesta a salir de la estación, pulsé el botón para hablar y con la voz cansada tras una jornada peculiar empecé a decir: “Por favor, Mercedes Sapiña, pase por taquiña”.

Lo dije sin darme cuenta, enseguida comencé a oír risas a mi alrededor y comentarios de todo tipo, como “ahí que graciosa la de la taquiña”, “Mira es Galleguiña”…”Si señor, española como tiene que ser, todo con eñe…” etc. En ese momento una chica golpeaba el cristal diciéndome que ella era Mercedes Sapiña, lo siento, le dije muerta de vergüenza, de verdad que fue sin querer, la chica me dijo que no preocupara que lo entendía, entonces vio al hombre que la esperaba en el vestíbulo, salió a su encuentro y hablaron un momento, entonces se besaron apasionadamente….y se marcharon hacia la calle.

Comencé a preparar el cierre de ese día pensando en que esa tarde bastante gente había sonreído gracias a mis meteduras de pata, y me gustó.

Carmen Asensi